7.00 de la mañana.
Lunes. Me preparo para comenzar el día, ducha, desayuno… y música. De repente
empiezo a escuchar unos gritos de mujer, aullidos de dolor, muchas voces. Apago
mi música que se me antoja poco apropiada ahora. Vienen del hospital. Alguien
ha muerto.
Voy al hospital. Siguen
los gritos, los llantos. Pregunto y me cuentan que esta mañana ha muerto una
mujer joven, que había sido operada en el hospital y a la que iban a dar el
alta hoy mismo. Ya estaba bien, esta mañana ha ido al baño a ducharse, y al
poco rato, la han encontrado muerta en el baño. Nadie se explica por qué. Ayer sus hijos vinieron a
verla, ella se había arreglado el pelo, estaba bonita. Esta mañana de repente
ha muerto y nadie sabe por qué.
Son las 8.46. La
madre está tirada en el suelo de la entrada del hospital, llorando, con varias
mujeres de la familia. Luego llega el padre, un señor mayor, destrozado,
aullando. Y finalmente ha llegado el marido, un hombre joven, que parece ser
que estaba muy pendiente de ella, de esos hombres que verdaderamente aman a su
mujer. Desencajado, ha entrado al hospital, las hermanas han intentado
consolarle, ha llorado, gritado, se ha golpeado contra la pared, se ha tirado
de puro dolor por las escaleras. En la entrada la familia le está sujetando,
animando, pero él está lleno de dolor, de rabia, de incomprensión, fuera de sí,
gritando, gritando, la familia grita. Desde aquí lo oigo, la gente mira la escena. Es un hombre roto, hecho jirones de desesperación. Yo llevo
llorando toda la mañana. No me acostumbro a la muerte, esas lágrimas espesas de
la madre de la chica, ese desconsuelo al borde de la locura del marido. Llega
el doctor y comenta que las muertes súbitas no tienen una explicación clara. La
hermana Nathalie se acerca y me dice, quédate en la oficina, es mejor que
entres, no estás acostumbrada a estas cosas. A estas cosas…. ¿quién se
acostumbra? Sigo oyendo los alaridos de dolor de este hombre, de esta familia.
Gritos, gritos, llanto, cantos fúnebres y absoluto desconsuelo.
Comienza bien la
semana, me digo. Me intento centrar en el trabajo. La blanca no está
acostumbrada a la muerte, a estas muertes, y es demasiado empática. Con los ojos
hinchados y la nariz roja, sonándome los mocos, sigo oyendo los gritos, pero
también las voces de los niños de la escuela de aquí al lado y el cantar de los
pájaros. La vida sigue.