Los duros acontecimientos vividos estos últimos días no me
han dejado saborear el acercamiento de este día. Es en el vuelo París-Yaoundé
donde realmente me creo lo que está pasando: vuelvo a Camerún, de donde nunca
me despedí del todo. Un super avión Boing 777, lleno del bullicio, los enormes
cuerpos y rasgos esculturales de los cameruneses, lleno de equipajes de mano sobreabundantes y difíciles de colocar, lleno en definitiva de ese toque
africano fácilmente reconocible.
Aeropuerto de Nsimalem. Humedad y calor. Olores y bullicio,
desorden, colores… c’est l’Afrique! El aeropuerto que hace unos meses me
despedía, hoy me recibe más segura, más contenta; sin el asombro y la emoción
de la primera vez, pero con la alegría inmensa de los reencuentros y los recuerdos, y la sensación
del comienzo de otra nueva aventura. Y de sentir que todo es familiar, que no
en vano he pasado casi un año de mi vida en estas tierras, y que ahora vuelvo
de nuevo.
Época de lluvias, y Yaounde nos recibe sin lluvia. El mismo
caos de tráfico, los olores a tierra mojada, a poisson bressé, la música, las
gentes, las calles, el horizonte accidentado de la ciudad. Llegamos en la
ambulancia a Mvog Betsi, misma subida difícil al hospital, la gente, la casa de
voluntarios, reencuentros, abrazos, el árbol del mango y David con su sonrisa.
Y siento que es como si nunca me hubiese ido.
No han pasado 24 horas aquí, y llega la lluvia, pesada,
fuerte, grave, cielo gris, duración corta pero intensa, dejando olores a barro
y vida. Termina, el sol vuelve a salir y el cielo se pinta de azul.
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