lunes, 14 de noviembre de 2011

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En esa habitación 676 estás ahora. Tu pequeño cuerpo, acurrucado, sedado, con oxígeno y un poco de suero. Tus piernas, vendadas. Tus manos, moradas. Tu boca abierta, y tu pecho sube y baja, sigues respirando.
Cuando te vayas se irá contigo una parte muy grande de mi vida, cuando te vayas añoraré el amor más puro, desinteresado y sincero, cuando te vayas vivirás en mí todos los años que yo aún viva.
Tu cuerpo está cansado, tu mente, con tantas medicinas, no sé dónde estará. En pequeños momentos de consciencia, llamas a tu madre y le pides que te lleve con ella... agonizas, estoy a tu lado, sujetando las lágrimas, no sé si sabes que estoy a tu vera... hasta que en un momento cuando tengo cogida tu mano, tu la estrechas entre las tuyas y la llevas a tu boca para darle un beso. Gracias, abuela, por ese gesto casi último. Por mucho que sepamos que la muerte es parte de la vida, nunca, nunca se está preparado para una pérdida, aunque yo desee tu descanso, porque ya tienes 88 años, tu cuerpo está gastado y cansado, sin cura, y porque además sabes de todo y sufres. Es ley de vida, dicen.
Quiero que descanses ya. Incluso trato de hablar con algún dios para que escuche mi petición, quiero que descanses, no quiero que sufras más, quiero que te duermas, que tengas un sueño precioso, que respires profundo y que dejes esa habitación y vueles muy alto, o salgas corriendo, o des saltos.
Te quiero, y siempre voy a tenerte en mi corazón sin linde.

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