jueves, 9 de enero de 2014

Hacía mucho tiempo que no veía una película que me tocara tanto. Me habían hablado de ella, que era muy buena, y me ha sorprendido mucho. Into the Wild (Hacia rutas salvajes, en español). Me movió algo dentro, me fui a dormir con una sensación extraña dentro, que no puedo explicar. Días después de haberla visto, me sigue tocando. No voy a contar de qué va aquí. Recomiendo mucho verla. Se podría hablar de muchas cosas, pero ahora me quedo con una reflexión del protagonista, en su incansable búsqueda de la felicidad, al final, se da cuenta de que la verdadera felicidad no es tal, si no es compartida, es decir, si no se puede compartir. 

El ser humano, se ha dicho y pensando desde siempre, es un hombre social, se hace humano con las demás personas (y animales domésticos, añadiría). Hay un impulso consustancial al ser humano de compartir, una necesidad vital de dar y recibir, de comunicación, de estar en uno y salir de uno, de relacionarse, y esa energía, esa necesidad de unión, esa atracción, esa fuerza,  podríamos llamarla amor, pero no el amor romántico, sino el Amor en mayúsculas. En estos tiempos de egoísmo y de individualismo, se critica a menudo la tristeza de los que se sientes solos, (y curiosamente nuestra forma de vida cada vez más nos lleva a eso) cuando es un sentimiento muy legítimo y cierto, si no se mezcla con dependencias enfermizas para llenar vacíos. 

De la película me viene a la mente la imagen del señor mayor, de su soledad, de su corazón abierto, y la frialdad del protagonista que se aleja, impertérrito, sin mirar atrás. Y es una pena, que tenga que llegar al final de su joven vida, para darse cuenta de eso: necesitamos a los demás, por mucho que estemos a gustito solos, y seamos felices solos y... que la felicidad es mejor, si es compartida. 

Cada cual tiene su camino de aprendizaje.

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