lunes, 8 de abril de 2013

Huele a quemado



Huele a quemado. El sábado el fuego acabó con la vieja casa de madera, parte del recinto del hospital. En la casa, estaban viviendo los obreros que están haciendo la reforma del quirófano; también el guardián tenía un espacio, y sobre todo había material del hospital y el material de las obras de construcción de la catedral que el obispo guardaba allí. Un cambio brusco de tensión, la llegada de electricidad después de numerosos y continuos cortes de suministro, y una chispa, unos segundos y todo comenzó a arder ante la mirada atónita e incrédula de todos. Felizmente, los obreros no estaban, habían salido a comer. Todas sus pertenencias son ahora cenizas.

Todo ardió bajo la noche impertérrita.

Huele a quemado, no ha quedado nada, los cimientos de cemento solamente y aquello que pudo resistirse a las lenguas de fuego. Huele a quemado, miro por la ventana, veo las ruinas. Desastre. Doy gracias a que nadie fue herido, las pérdidas, fueron sólo materiales; pese a todo doy gracias.
 
El chico que trasladamos a Yaoundé urgente ha muerto. Le vi antes de partir, esquelético y con el vientre en canal abierto, pero con ganas de vivir en los ojos. Le cogí la mano, le ofrecí unas palabras de ánimo sujetando mis lágrimas y deseé con intensidad que se sanase. Ha muerto, los médicos no pudieron allá hacer nada. Demasiado tarde. Cuando todo el mundo lo esperaba, yo guardaba esa esperanza. Quería vivir, pero ya está muerto. Muerto, y de la muerte no hay retorno.

Hoy está siendo un lunes difícil. Me debato entre las ganas de llorar o de estallar en voz, mientras sentada en la oficina miro a través de la ventana el hospital, los árboles, la verde hierba y el hueco de la casa de madera que ya no está. Vacío y la vida… la vida se abre paso y sigue. Y duele.

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