lunes, 28 de octubre de 2013

¿Quién puede acostumbrarse?

7.00 de la mañana. Lunes. Me preparo para comenzar el día, ducha, desayuno… y música. De repente empiezo a escuchar unos gritos de mujer, aullidos de dolor, muchas voces. Apago mi música que se me antoja poco apropiada ahora. Vienen del hospital. Alguien ha muerto.

Voy al hospital. Siguen los gritos, los llantos. Pregunto y me cuentan que esta mañana ha muerto una mujer joven, que había sido operada en el hospital y a la que iban a dar el alta hoy mismo. Ya estaba bien, esta mañana ha ido al baño a ducharse, y al poco rato, la han encontrado muerta en el baño. Nadie se explica por qué. Ayer sus hijos vinieron a verla, ella se había arreglado el pelo, estaba bonita. Esta mañana de repente ha muerto y nadie sabe por qué.

Son las 8.46. La madre está tirada en el suelo de la entrada del hospital, llorando, con varias mujeres de la familia. Luego llega el padre, un señor mayor, destrozado, aullando. Y finalmente ha llegado el marido, un hombre joven, que parece ser que estaba muy pendiente de ella, de esos hombres que verdaderamente aman a su mujer. Desencajado, ha entrado al hospital, las hermanas han intentado consolarle, ha llorado, gritado, se ha golpeado contra la pared, se ha tirado de puro dolor por las escaleras. En la entrada la familia le está sujetando, animando, pero él está lleno de dolor, de rabia, de incomprensión, fuera de sí, gritando, gritando, la familia grita. Desde aquí  lo oigo, la gente mira la escena. Es un hombre roto, hecho jirones de desesperación. Yo llevo llorando toda la mañana. No me acostumbro a la muerte, esas lágrimas espesas de la madre de la chica, ese desconsuelo al borde de la locura del marido. Llega el doctor y comenta que las muertes súbitas no tienen una explicación clara. La hermana Nathalie se acerca y me dice, quédate en la oficina, es mejor que entres, no estás acostumbrada a estas cosas. A estas cosas…. ¿quién se acostumbra? Sigo oyendo los alaridos de dolor de este hombre, de esta familia. Gritos, gritos, llanto, cantos fúnebres y absoluto desconsuelo.



Comienza bien la semana, me digo. Me intento centrar en el trabajo. La blanca no está acostumbrada a la muerte, a estas muertes, y es demasiado empática. Con los ojos hinchados y la nariz roja, sonándome los mocos, sigo oyendo los gritos, pero también las voces de los niños de la escuela de aquí al lado y el cantar de los pájaros. La vida sigue.

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